– ¡Es una serie de polaroids de ositos de peluche como gastados!
– Decir soy artista no es decir soy buena o soy mala artista, ¿no?
En la película “El artista”, de Mariano Cohn y Gastón Duprat, se cuenta la historia de Jorge Ramírez, enfermero que cuida a un anciano, Romano, el “verdadero” artista, cuyos dibujos son robados por Jorge, quien los presenta como propios en una galería de arte y logra un inmediato reconocimiento: fama, dinero, novia.
El papel de la mujer en el film es francamente patético, pero no desentona: ningún personaje se salva de esa mirada descarnada de los directores, salvo Romano, a quien se le reserva el lugar de la rebeldía, de la resistencia, quien -oh, casualidad- es el único que no habla, salvo por el pedido del «¡pucho!» que, como el propio acto creativo, es pulsión. El rol de la mujer-novia de Ramírez podría ser analizado según la categoría bourdieana de campo: el amor sería un efecto del campo, relacional: se configura cuando el artista se hace visible como tal, en la inauguración de la primera muestra, una gran escena. Y Ramírez, ante la cuestión amorosa, se presenta tan anodino como en el resto de las situaciones, y recuerda al Sr. Gardiner de “Desde el jardín”. O incluso a Tom Ripley, el amoral protagonista de la novela de Patricia Highsmith.
Esta caracterización de Ramírez es funcional a la idea de la película: el artista no es en sí, sino que es construido por los demás agentes del campo artístico: Jorge Ramírez “es” porque lo construyen Romano con su obra, los galeristas que sólo lo aceptan cuando él accede a «jugar el juego» y presenta el currículum y la obra en el formato de estilo.
El curador, el público, los otros artistas: todos se necesitan mutuamente, para configurar esa malla que les da sentido y los encarna y configura: el campo bourdieano. Ninguno sería quien es sin el otro, su existencia es pura relación. Y todos hacen lo que tienen que hacer, lo que se espera que hagan. Los pequeños actos de rebeldía, sus intentos, son absorbidos por la lógica del campo, por las disposiciones. Por el habitus. Así, los dedos de Romano manchados de tinta ni siquiera son vistos por el curador, que le acerca el “pucho” sin reparar en esas marcas, para inmediatamente advertir la “nueva obra” de Ramírez. Y la negación de la novia en la muestra final, antes del viaje a Roma, ante la verdad confesada: prefiere atribuir esas palabras a una metáfora o a la ebriedad.
No es éste un caso de lógica económica invertida, sino todo lo contrario: Ramírez se llena de dinero, fama, glamour; todos los integrantes del campo artístico que aparecen reflejados en el film son esnobs, que no parecen muy identificados con la afirmación flaubertiana de que la obra de arte carece de valor comercial. Y, por supuesto, la película terminó proyectándose en ArteBA, con lo cual todo sigue y el film es deglutido por el sistema y los mismos afectados que aparecen en la pantalla se ríen de sí mismos mientras toman un trago con un paragüitas de plástico flúo.
El único que realmente se rebela es Romano (qué significativo que sea a Roma que viaje -que escape- Ramírez, y que Romano, él, el verdadero, a Roma-no vaya). Se rebela en su desprecio ante las mentiras, las poses, las manipulaciones. En su silencio. En su rechazo a seguir dibujando y, luego, en la negación de sus manchas negras.
En su muerte, que es descanso de la banalidad del mundo.