«Deckard, primer hombre casi replicante y Rachael, última replicante casi humana, se salvan. Apasionados y amorosos, parten juntos y la película termina.
Nos quedamos con la esperanza -tal vez ingenua- de que inventamos otra especie de amor. Nos quedamos soñando con la posibilidad de otras escenas. ¿Otro mito?
Un más allá de los ulises y de las penélopes: un amor no demasiado humano. Montajes desintoxicados del vicio de reducción del deseo de mundo a un objeto-persona o una persona-objeto.
Pero también un más allá de las máquinas célibes, esa otra cara del hombre: un amor no tan demasiado deshumano. Montajes desintoxicados del vicio de proliferación de mundos, objetos de deseo -proliferación tan desenfrenada que no hay ni más mundo, ni deseo.
Nos quedamos imaginando un más allá del hombre (humano y/o deshumano) donde los campos de intimidad se instauren. Territorios-refugio. Una cierta inocencia.
Un más allá del espejo, donde el otro no sea ya aquel que delinea nuestro contorno (ulises / penélope) ni un paisaje fugaz en el que, como las máquinas célibes, no creemos cosa alguna.
Un más allá del espejo donde nuestro viaje no sea ya aquel agarrado a un ulises, ni aquel otro de las máquinas célibes (desgarrado). Viaje solitario: una soledad poblada por los encuentros con lo irreductiblemente otro.
¿Pero cómo sería ese viaje? De él sabemos apenas dos o tres cosas. La primera es que sólo se hace si preservamos lo conquistado por las máquinas célibes -tener autonomía de vuelo, un vuelo donde el encuentro con lo irreductiblemente otro nos desterritorialice; ser pura intensidad de ese encuentro. La segunda es que, si eso es necesario, no es suficiente: al mismo tiempo que se da la desterritorialización, es preciso que, a lo largo de los encuentros, se construyan territorios. (Máquinas célibes, lo que no sabíamos es que sin territorio alguno, la vida, desarticulada, mengua). Y nos empeñamos en la creación de esta nueva escena.»
Fragmento del texto ¿Una nueva suavidad? de Suely Rolnik