Las mujeres no escribimos solemnemente, como Buffon, que se ponía para el trance su chaqueta de mangas con encajes y se sentaba con la mayor solemnidad del mundo a su mesa de caoba.
Yo escribo sobre mis rodillas, y la mesa escritorio nunca me sirvió para nada, ni en Chile ni en París ni en Lisboa.
Escribo de mañana y de noche, y la tarde no me ha dado nunca inspiración, sin que yo entienda la causa de su esterilidad o de su mala gana para mí…
Creo no haber hecho jamás un verso en cuarto cerrado, ni en cuarto cuya ventana diese a un horrible muro de casa. Siempre me afirmo en un pedazo de cielo, que Chile me dio azul y Europa me da borroneado. Mejor se ponen mis humores si afirmo mis ojos viejos en una masa de árboles.
Escribir me suele alegrar; siempre me suaviza el ánimo y me regala un día ingenuo, tierno, infantil. Es la sensación de haber estado por unas horas en mi patria real, en mi costumbre, en mi suelto antojo, en mi libertad total.
La poesía es en mí, sencillamente, un rezago, un sedimento de la infancia sumergida. Aunque resulte amarga y dura, la poesía que hago me lava de los polvos del mundo y hasta no sé qué vileza esencial parecida a lo que llamamos el pecado original, que llevo conmigo y que llevo con aflicción. Tal vez el pecado original no sea sino nuestra caída en la expresión racional y antirrítimica a la cual bajó el género humano y que más nos duele a las mujeres por el gozo que perdimos en la gracia de una lengua de intuición y de música que iba a ser la lengua del género humano.
Fragmentos de «Cómo escribo», texto publicado por Kapelusz en el libro Páginas en prosa, 1962, Buenos Aires. Así decía Gabriela Mistral a Alfonsina Storni y Juana de Ibarbourou en una tarde montevideana de enero de 1938.