dar libertad al ser

La naturaleza del amor implica tal como lo observó Lucano dos milenios atrás y lo repitió Francis Bacon muchos siglos más tar­de— ser un rehén del destino.

En el Simposio de Platón, Diótima de Mantinea le señaló a Sócra­tes, con el asentimiento absoluto de éste, que “el amor no se dirige a lo bello, como crees”, “sino a concebir y nacer en lo bello”. Amar es desear “concebir y procrear”, y por eso el amante “busca y se es­fuerza por encontrar la cosa bella en la cual pueda concebir”. En otras palabras, el amor no encuentra su sentido en el ansia de cosas ya hechas, completas y terminadas, sino en el impulso a participar en la construcción de esas cosas. El amor está muy cercano a la trascendencia; es tan sólo otro nombre del impulso creativo y, por lo tanto, está cargado de riesgos, ya que toda creación ignora siem­pre cuál será su producto final.

En todo amor hay por lo menos dos seres, y cada uno de ellos es la gran incógnita de la ecuación del otro. Eso es lo que hace que el amor parezca un capricho del destino, ese inquietante y miste­rioso futuro, imposible de prever, de prevenir o conjurar, de apre­surar o detener. Amar significa abrirle la puerta a ese destino, a la más sublime de las condiciones humanas en la que el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble, cuyos elementos ya no pueden separarse. Abrirse a ese destino significa, en última ins­tancia, dar libertad al ser: esa libertad que está encarnada en el Otro, el compañero en el amor.

Del primer capítulo de Amor líquido de Zygmunt Bauman, Fondo de Cultura Económica, traducción de Mirta Rosenberg y Jaime Arrambide

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