El esfuerzo para organizar el movimiento, para coordinar la curva de los sonidos e imprimirles un carácter y unas particularidades, es uno de los aspectos principales del trabajo del poeta. De la constancia de esta tarea dependen las reservas rítmicas. No sé si el ritmo está dentro o fuera de mí, lo que sí hay en mi interior es una preferencia. Para despertar el ritmo es necesario simplemente un choque; como un chirrido indefinible despierta, por ejemplo, la resonancia del vientre de un piano, o la imagen de un puente en ruinas que se estremece con el paso de una sola hormiga.
El ritmo es la fuerza esencial, la energía primaria del verso. Es inexplicable. De él apenas podemos decir lo que se dice del magnetismo y la electricidad; son dos formas de energía. El ritmo puede ser idéntico en varios poemas y el mismo en toda la obra de un poeta; hecho que no la tornará monótona, porque el ritmo puede ser hasta tal punto complicado, puede ser tan difícil darle forma, que nunca se llegue a conseguir, ni tan siquiera a través de varios largos poemas.
El poeta debe desarrollar dentro de sí mismo este sentido de su propio ritmo, en vez de aprenderse de memoria métricas que no le pertenecen, como yambos, coros y hasta el mismo verso libre tan sagrado. Estas métricas son válidas para un caso concreto y solamente para ese caso concreto. Lo mismo ocurre con una herradura imantada, que sólo puede ser usada para extraer fragmentos de acero.
Del libro cómo hacer versos, de Vladimir Maiakovski, traducción de Ismael Filgueira Bunes, un texto precioso editado por mono azul editora en su colección vuelapluma, Sevilla, España, en mayo de 2009.