Al principio no puedo tolerar en mí
ni el roce de la sábana, cualquier cosa
me causa dolor, una plancha de hierro
que presiona mis nervios, estoy ahí
en el aire como si volara a toda velocidad pero
sin moverme y, de a poco, mi temperatura baja:
caliente, tibia, fresca, fría, helada, hasta que
toda mi piel es de hielo salvo en
esos puntos donde nuestros cuerpos
se tocan como capullos de fuego. Alrededor
de la puerta, apenas apoyada en su marco,
alrededor de su borde, la luz arde y llega
desde el comedor en líneas rectas y
lanza rayos finitos hacia el cielorraso,
una figura que, gozosa, eleva sus brazos.
En el espejo, los ángulos del cuarto están
en paz, ahora cada ángulo es, en sí, sagrado,
y los abalorios oscuros de la lámpara,
suspendidos en el espejo, están inmóviles; puedo
sentir mis ovarios en lo más profundo de mi cuerpo,
fijo la mirada en los óvalos de plata, quizás
esté viendo mis ovarios, todo es tan claro,
todo lo que miro es tan real, y está bien así.
Hemos llegado al final de las preguntas, vos
deslizás la palma de tu mano, cálida, amplia,
seca, por mi cara, una vez, y otra vez,
y otra, y otra, como un dios que da
los últimos retoques, antes de hacerme nacer
y enviarme al mundo.
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El original, aquí.
Y sobre su vida y poética, aquí.