Soñé con la casa color de tormenta. Estaba yo conmigo una mañana de 1943. A las ventanas se remansaba el balcón esperándolo todo. Estaba descalzo, con la luz que me hacía cosquillas para que saliera de ella, y el solo no estaba a las baldosas sino que ya era en el río de dos riberas. En una, yo. En la de sombra, si se la miraba a los ojos, retumbaban nuestras voces hacia el fulgor de remos en el pasar azul. Y de nuevo era en el patio que estrellaba naranja en instante de cascotazo entero sobre cachurra monta la burra y el finado Urquiza como ánima del rey Hamlet les arengaba in hoc signo vinces en la respuesta agorrionada.
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Yo hubiera querido esa poca luz pasando a la altura de los ojos pero alguien murmuró que igualmente había que encenderla y me levantaron de cabezal de agua y se bailaba con una soledad de la isla jacarandá.
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“Tienes que amar mucho”, me dijo la rama. “¿Y esto?”, le dije, y no pude sino despertarme.
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Era la rama con la luz